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Cuando llegamos a casa estamos cansados, sin un ápice de paciencia y con ganas de desconectar de la vida para poder dedicarnos unos minutos a nosotros mismos. Es entonces cuando nuestros niños nos avasallan con necesidad de atencióny afecto, un trabajo del cual los padres nos tenemos que responsabilizar cuando estamos al límite del agotamiento. Es una mezcla de placer y renuncia que se combinan a la perfección.
Se mueven, gritan, desordenan… son como un terremoto que llega para quedarse y lo revuelve todo. Entonces deseamos gritarles para poner todo en orden, pero ¿nos hemos planteado qué sucede en el interior de nuestros hijos cuando les gritamos? ¿Por qué nos cuesta tanto contenernos? ¿es posible aprender a gestionar las emociones? ¿la inteligencia emocional es una asignatura pendiente en nuestra sociedad?
De todo ello y mucho más hablamos esta tarde en el Programa de IB3 Cinc Dies Darrera Hora.
La verdad es que no somos animales, y por lo tanto, con la adecuada motivación podemos aprender a controlar nuestros impulsos más primarios de represión y agresividad que utilizamos de forma fácil para dominar a los más frágiles.
Si nos paramos a pensar, no gritamos a nuestros jefes, no porque no tengamos ganas en determinados momentos, sino porque no es bueno para nosotros, para mantener el trabajo o una buena imagen en el mismo, por lo que somos perfectamente capaces (casi todos) de contenernos. Este indicador nos dice que SI podemos hacerlo en el trabajo, también podemos hacerlo en casa con los más pequeños.
Por otro lado, me gustaría puntualizar lo que ocurre cuando hacemos servir la violencia verbal sobre los más pequeños.
Obviamente ellos no pueden defenderse, lo cual genera en ellos una sensación de incapacidad y frustración, de impotencia que finalmente se traduce en una sensación de desprotección y miedo. La tarea más importante de un padre hacia su hijo es amarlo y protegerlo. Cuando esto no se da, y además se sienten agredidos por nosotros, los efectos en ellos son devastadores.
Para empezar son niños que crecerán, no respetando a los padres, sino teniéndoles miedo, por lo que no confiarán en ellos a la hora de desvelarse sus secretos o inseguridades. Por otro lado, se desarrollarán con esa sensación de incapacidad de hacer frente a los conflictos, ya que desarrollarán miedo al enfrentamiento tras la experiencia de haber salido tan mal parados en casa. Esta evitación trasladada a la vida diaria les hará sentirse menos capaces a la hora de superar los obstáculos de la vida y por lo tanto, acabarán siendo adultos con baja autoestima, evitadores y posiblemente miedosos ante los retos vitales.
Por otro lado y a nivel de relaciones sociales y sentimentales, o bien se dejarán someter por su entorno y pareja, ya que lo habrán normalizado en casa través de la conducta con sus padres, lo cual abre una puerta a sufrir maltrato o bien se convertirán en personas agresivas que agredirán verbalmente a los demás para someterlos, como bien aprendieron en casa.
Tenemos que plantearnos si queremos dejar ese legado a nuestros hijos.
Finalmente me gustaría puntualizar que esta reflexión que he hecho no significa en absoluto que en un momento determinado no proceda levantar la voz. Es decir, un toque de autoridad en un momento dado será necesario para encauzar a nuestros hijos y para dejarles claro quien manda. Es esencial poner límites a los pequeños, ellos lo precisan y nosotros tenemos que enseñarles cual es la jerarquía de mando, ya que somos los adultos los que tenemos la responsabilidad de educarlos y conducirlos hacia la adultez. ¿Cual es el punto entonces? El uso y no el abuso, mostrar autoridad y no agresividad. Guiarlos con mano dura pero con serenidad. Nosotros somos los adultos, eso debería de ser obvio, por lo que no tenemos que demostrarlo todo el tiempo.
Por lo que la virtud será educaros con amor y con firmeza, para que ellos puedan desarrollarse correctamente sin pasarse de la raya.
Como die el aforismo: “Mano de hierro con guante de seda”.
Ángela Gual.